Julio
Por Juan Orlando Pérez
La lluvia amarga del otoño cae sobre el cementerio en la colina de Harrow. La tarde se desvanece. Qué soledad tenaz la de los muertos cuando cae la noche, y las puertas de la iglesia de Saint Mary se cierran, después del último servicio, y el párroco baja el camino oscuro de la colina. Los muertos solos con la lluvia fría, que empapa la hierba y se cuela por laberintos de insectos hasta llegar a los huesos, que se estremecen de frío y de aburrimiento. Yo también siento frío y tedio en los huesos, un tedio de muertos muy viejos. Pero yo no estoy muerto.Si lo estuviera, no me importaría que me enterraran en esta colina de Harrow, asolada por un otoño atroz, pero que cuando llegue la primavera se volverá suave y amable. La brisa nueva de la primavera subirá por el camino de la colina, y correrá entre las lápidas y los árboles, desgajará de las ramas una lluvia de florerecillas rosadas, una lluvia interminable, fina y silenciosa como la del otoño, que se regará sobre las tumbas de nombres borrosos y sobre el césped mullido como un almohadón. Al final de la tarde, la última luz de sol entrará por el arco entre los árboles de la falda de la colina, y se extenderá sobre el cementerio. Parejas de enamorados pasarán, y para decir algo, dirán algunas simplezas sobre la muerte y sobre dónde les gustaría ser enterrados, y se detendrán a mirar con curiosidad las tumbas de alguna familia conocida, o tal vez otra rareza fúnebre, colocada junto al camino. Las otras tumbas, alejadas del camino, o hundidas entre los matorrales, sólo recibirán, en la noche abierta, la visita larga de la luna llena.
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...en una esquina de poco destaque, está la tumba de Marx... |
En Père Lachaise los turistas recorren incansablemente el laberinto del cemente-rio, siguiendo los caprichosos itinerarios de su lealtad y su curiosidad. Los grupos políticos avanzan en caravana hacia los monumentos de su obsesión. En la tumba de Wilde, el muro está cubierto de besos, besos de hombres y mujeres con los labios pintados de carmín encendido. Muchos oscuros visitantes han apilado piedrecillas junto a la tumba. Alguien ha escrito, en inglés: «The Man». La tumba de Proust, en cambio, una lápida de granito pulido, está solitaria, no ha recibido homenajes visibles. Los visitantes de edad pasan junto a la tumba de Yves Montand y Simone Signoret, nombres de corta fama, que no significan nada para los jóvenes. Junto a la tumba de Jim Morrison, los muchachos han dejado velas encendidas, cartas de amor, cigarrillos ebrios, unas gafas oscuras, inhaladores de humos mágicos. Alguien ha puesto, recostada a la lápida, una larga flor azul, con un mensaje: «Break on through». Pero Jim no puede abrirse paso a través de la corteza dura del mito de su muerte. En la tumba de Isadora Duncan, un nicho modestísimo, un admirador pegó con cinta adhesiva una flor de papel. Un chico escribió, con lápiz apresurado: «Anoche soñé que bailaba con Isadora Duncan». Y otra: «Yo soy Isadora Duncan, reencarnada». No puedo encontrar la tumba de María Callas. Debe ser un nicho, de acuerdo con los mapas. Reviso los nombres de los nichos, nombres que no me importan, que no tienen ningún valor para mí, personas cuya muerte no me conmueve, muertes que son parte del concepto general, abstracto y vacío de la muerte, esa equivocación, esa palabra que siempre que se pronuncia, en cualquier circunstancia, es inexacta. Una familia francesa me ayuda a buscar la tumba, pero de acuerdo con los mapas, debe estar donde no está, debajo de un cantero de flores. No importa.
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Paris, una ciudad buena para morir, pero no par ser enterrado |
En el cementerio de Colón, inicio de un año raro, un año que no irá a la historia por nada particular, un año como 1329 u 863, que no fueron memorables. Qué raro vivir en un año que se sabe que no será memorable, es como estar dentro de una tumba, nada de lo que pasa alrededor importa, nada puede cambiar los fundamentos de la fatalidad. Un entierro en el cementerio de Colón, entierro pobre, de pocos dolientes, de pocas flores. En la capilla del cementerio, un sacerdote recita apresuradamente una letanía piadosa, una oración rutinaria, siempre, eternamente, igual (¿pero la muerte no es siempre igual? ¿qué importa que la oración sea la misma y que el sacerdote pida gracia con las mismas palabras para todos los muertos que le llevan y cuyos nombres, leídos una vez, no podría recordar esa misma noche?). El sol arrasa las tumbas de La Habana. Yo siempre he pensado que el cementerio de Colón es un buen lugar para ser enterrado, un sitio con sol, porque el sol, no la noche ni la lluvia, es el estado natural que más se parece a la muerte, ambos son positivos en una dicotomía, la luz contra la oscuridad, la certeza contra la incertidumbre, la paz contra la nada que es la vida. También pensaba que el cementerio era la única historia nacional bien escrita, la historia como debe ser, como totalidad, y piadosamente. Pero ya no lo creo. Al cementerio le faltan demasiadas tumbas. La caravana de autos, dos taxis destartalados, hacen la ruta hasta el sitio del enterramiento. Una tumba sin ángeles, sin cruz, sin canteros de flores, sin inscripciones, una de esas tumbas del cementerio nuevo, para pobres, tumbas de tránsito hasta el día de la exhumación. Los sepultureros se ponen apresuradamente la camisa, esconden un poco la basura regada, flores secas de otros entierros, papeles, bolsas plásticas vacías, hojarasca. Nadie despide el duelo, no hay discursos, no hay palabras amables, sólo la tristeza de la muerte, que es siempre un poco vulgar, por más que sea sincera. Afuera, La Habana, una ciudad que comprende la muerte mucho mejor de lo que parece, porque es el cementerio de sí misma.
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La Habana, una ciudad que comprende la muerte mucho mejor de lo que parece |
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