domingo, 13 de marzo de 2011

Subida al Pico Turquino: El destino de los otros

Por Carlos Manuel Álvarez
Tomado de CubaDebate
El guía
Edinio Martín fuma, con envidiable calma, el primer cigarro del día. Y observa con indiferencia el Mar Caribe, la mancha oscura y plana que descansa allá, bien lejos, a lo largo del horizonte. Detrás, imponente, cuidándole las espaldas, la Sierra Maestra. El paisaje impacta. Abruma. Parece un sitio prehistórico, un rincón del Pleistoceno.

Edinio Martín: su recorrido en verdad son uno y medio, o dos recorridos

Foto: Aline Marie Rodríguez

Pero Edinio Martín fuma con extrema paciencia. Llena sus pulmones de humo y se siente feliz, entero, como siempre. Nada de esto luce fuera de su alcance. El lugar ha caído en la rueda dentada de la costumbre, y ya no es, por tanto, un lugar imaginario. Existe. En el Oriente cubano. Y es motivo de historias, diálogos, fabulaciones. Aunque a Edinio Martín nada de esto le preocupe, pues solo le interesa su trabajo. Y seguir siendo un hombre feliz, que es a la larga lo más difícil.
Termina de fumar, se levanta de la butaca, y estira los brazos y las piernas. Es mulato, no muy alto, de nariz grande y pronunciados pliegues en la frente. Lleva un par de botas negras marca Coloso, pantalón de camuflaje, pullover ancho y gris, gorra beige. Son poco más de las seis de la mañana. Es la hora. Ya empiezan a caer sobre Cuba las primeras luces del amanecer.

1km
La tierra está seca. Seca y floja. Se levanta mucho polvo al caminar. Hace calor. Es febrero, pero no importa. En la Sierra Maestra febrero y agosto son una misma cosa. El clima es una misma cosa. Los años son una misma cosa. Una línea fina, continua, sin rupturas. Solo luz o sombra. El día o la noche. Y momentos como este. Improbables segundos. Cuando no es de día ni es de noche. Y lo mismo puede ser la caída de la tarde que el traspatio de la madrugada.
Aún no he caminado 500 metros y ya me mojo los labios con un sorbo de agua. Estoy nervioso. Tengo mis dudas y siento un suave temblor que me recorre el cuerpo, y que bien pudiera ser la impaciencia, o ciertas dosis de adrenalina. Somos alrededor de 40 jóvenes. Quizás un poco menos. Pero si no somos 40, es bueno que lo fuéramos, porque es una cifra cerrada, y permite pensar en la armonía, en cábalas, en posibles combinaciones y rejuegos con los números. Toda esa distracción será importante. Tan necesaria como el agua o los chocolates. Aquí no basta con la preparación física. Esto apenas comienza y tengo en el cerebro un maratón de agotamiento sicológico. Mil titubeos. Y unas ganas enormes de regresar. Si fuera matemático tendría resuelto el problema. Si fuera cineasta también. Editaría las partes escabrosas, el recorrido violento que se perfila, y aparecería en la cima, sonriente y triunfante, sin mayores contratiempos.
Tal vez sí, tal vez alguien nos filme en el ojo de su ausencia. A nosotros. Un grupo de jóvenes subiendo lomas. Con poco más de 20 años. Una buena edad. Una buena experiencia.
Me siento entre dos largas raíces, al borde del camino, bajo un árbol huesudo y pálido, sin hojas y con muchas ramas. Dejo que la gente avance. Dejo que las mujeres avancen. Hay cierta claridad. Agarro dos piedras pequeñas y las lanzo hacia el verde húmedo de los árboles. Las lanzo, con desdén, hacia ningún lugar.
2km
Al recorrido le aparecen curvas como poetas a la noche. No me atrevería a asegurar que se trata de una espiral, pero da la sensación. Corre una brisa ligera, un soplo tardío en la mañana. Eso ayuda, y pone a la gente de buen humor. Conversan, ríen, arrancan gajos para utilizarlos de cayado. Vamos en franco ascenso. Un pelotón compacto. Lleno de colores y sonidos, como todo pelotón compacto.

Maderas redondas acostadas en el suelo, para facilitar el recorrido. 

Foto: Josué Labaut

El cielo se dilata en un azul intenso, con muchas nubes. Alguien lo hace notar. Ganamos metros con relativa facilidad. La tierra, removida, resbala un poco, y los pies flaquean. Hay que sujetarse de los árboles, o del hombro ajeno. Así durante un trecho considerable. Dios aprieta, pero no ahoga. Salta a la vista una larga hilera de escalones rústicos, maderas redondas acostadas en el suelo, evidentemente puestas a mano, una por una, para facilitar el recorrido. Quién o quiénes habrán armado la escalera. De quién la idea de una ayuda tan imperceptible, de algo que ni siquiera se agradece, de algo que no hará el trayecto más corto ni más llano. Esto es un engaño. El esfuerzo es el mismo. Pero el grupo siente cierto alivio. Hemos cumplido dos kilómetros en media hora. Sin dudas un magnífico tiempo. Alegría. Confianza. A este paso batiremos récord, dice alguien. El guía sonríe y aprieta la mirada.
Escalo posiciones. Voy entre los primeros. La vanguardia siempre es buena. Hasta para el riesgo. Ser de la vanguardia implica valentía, o al menos voluntad. Si vas de último empiezan a rondarte los fantasmas. Empiezas a verle las espaldas a los demás, y llegado un momento no ves ni las espaldas, y te quedas solo en medio de la naturaleza, en un camino lleno de recodos, y sientes la fragancia tenebrosa de la soledad. Empiezas a hundirte, a agarrarte de los dedos de la soledad. Que son dedos blandos, una puerta entreabierta, sombras chinescas. Y todo va cogiendo la misma altura, no hay matices.
Ser el último trae desconsuelo. Uno solo debe ser el último en los pupitres del aula y en los cementerios. Por eso, sin demasiado aspaviento, ya voy en punta. He tomado distancia, más de 200 metros. Nadie lo ha notado. Andan distraídos. En treinta minutos, dos kilómetros. Confían en los números, en las experiencias ajenas. Pero aquí no cuentan las probabilidades, ni la anécdota de los otros. Aquí solo vales tú. Tú y tus pies. Tú y tu respiración. Tú y tu credo más íntimo. Palpo el bolsillo de la camisa. No traje el salbutamol. Hace años, desde niño, no sufro de asma, pero nunca se sabe. Tengo sed. El sudor es mínimo, apenas una fina capa de líquido salobre. Las cosas cambian de lugar. A veces el desfiladero queda a la izquierda y a veces a la derecha. Esto no puede ser una espiral. Quizás no tenga ni figura. Casi nada en la vida tiene figura. Solo las cosas de la mente. Y aquí la mente -intuyo- a la larga se vuelve una molestia.

La Sierra Maestra se extiende a lo largo de la costa sur. 

El mar viene y le acaricia las faldas y entablan una conversación ininteligible.

Foto: Aline Marie Rodríguez

Sierra Maestra
Se extiende a lo largo de la costa sur. El mar viene y le acaricia las faldas y entablan una conversación ininteligible. Una conversación de siglos, en un idioma simple, pero inalcanzable. Solo se pueden inferir ciertos parlamentos. Cuando el viento es fuerte, o cuando las aguas golpean la costa con furia, y sueltan una espuma blanca de rabia oceánica, porque el macizo montañoso no se mueve. Es mudo. Es de piedra. Un equívoco: en ocasiones bondadoso, en ocasiones implacable. Y esta es una lucha que viajará en el tiempo. Un combate que no tiene remedio, porque es un combate sin vencedores ni vencidos, sin victorias ni derrotas, que es como debieran ser todos los combates, una simulación, una especie de juego sin importancia. Las cosas eternas saben cómo tratarse. Y se juegan la suerte en el destino de los otros. En el destino de los hombres.
La Sierra Maestra, con sus 250 kilómetros de largo y sus 60 de ancho, con sus múltiples atracciones turísticas, ha visto desalojos, hambre, muerte, guerrillas, ejércitos, estrategias, cuarteles, escuelas, y nada la hará cambiar. Nada de lo ocurre en ella le concierne. Sus montañas viven en franco duelo, en forcejeo de hombros, en disputas ocultas, ancestrales, en busca de aire, de altura, de luz. Pero el mar la ata. El mar, que viene cada noche a descansar apacible en la cintura de la cordillera más enigmática de Cuba, le acorta inmensidad a las montañas. Por eso aquí nada llega a los 2000 metros. Porque el mar tiene sus trampas, y siempre, aunque sea por una pezuña, gana el duelo. Aunque ambos se respeten. Y entablen su conversación cada mañana, y nadie sepa nunca de qué se trata.
4km
Llego a un descampado. A la derecha de la ruta: un bohío. Una casa humilde, sacada de un dibujo infantil. Techo de guano. Anchas ventanas y cerca de maderas en fila. Trillo curvo. Gallinas y cerdos. Un panel solar. Al fondo dos locales pequeños, seguramente letrinas. Y en el umbral, recostado al marco de la puerta, con un sombrero en la mano, tieso, callado, como otro objeto sin vida, un mulato.
-Buenos días.
-Buenos días.
-¿Usted vive aquí?
-Sí, aquí. Yo atiendo el campamento.
-Ah, ¿esto es un campamento?
Me dice naturalmente, no faltaba más, esto es un campamento. ¿Quieres un poco de agua? Y señala para la cisterna, una especie de aljibe.
Del bohío sale una mujer. Anda despeinada y con cara de sueño. Trae una niña en los brazos. Saluda y se queda mirándome. Al borde de la cisterna, acabo de verlos, hay dos personas. Una pareja. Andan por los treinta años. Son rubios y de ojos verdes. Son extranjeros. Europeos de estos de los que aman la ecología y vienen al Caribe y van al África y a Asia a ejercitar el cuerpo y ahora están muy rojos, están como linchados por el sol y la subida y la sed.

Una casa humilde, sacada de un dibujo infantil: 

techo de guano, cerca de maderas en fila y un panel solar. 

Foto: Josué Labaut

Toman agua y sacan la cámara fotográfica. Después de un esfuerzo así, es obvio que quieran fotografiarse, pero sigo teniendo mis dudas. Las cámaras me aterran. Fijan el instante equivocado y transfieren hacia la posteridad cualquier momento, cualquier pose fabricada, cualquier flashazo ordinario.
La mujer me invita a pasar y le pregunto el nombre. Nereida Mendoza, responde.
-¿Y usted?- inquiero.
-Elicerio Montero-. Y por primera vez me extiende la mano.
Me brindan un poco de café, pero yo no tomo café. Sacan un cigarro. Tampoco fumo. Les he hecho dos desaires. Entonces preparan una limonada.
La niña no deja de mirarme. Tiene los ojos pardos y profundos. Dos pozos de petróleo. Es una niña hermosa, única. Parece una criatura sobrenatural. Se nota que no ha visto muchos humanos en su corta vida. No se ha perdido nada relevante, la verdad.
Nunca han bajado de aquí. Están como a 700 ú 800 metros sobre el nivel del mar, rodeados de viento, de árboles y de polvo. Elicerio es el único que a veces desciende y se da una vuelta por los alrededores. Para buscar algo de comida, aunque a ellos les alcanza con lo que cultivan. Además de los animales.
Se ven fuertes, vigorosos, como casi todos los guajiros modernos. A veces les llega la prensa, cuando la avioneta afina el tiro y suelta los paquetes en el lugar indicado. Cuando no, se pierde en el desfiladero, loma abajo.
Converso un rato más y me marcho. Hago un gesto con la mano como de despedida, un saludo ambiguo, entrecortado. Más bien pudiera tomarse por unas disculpas o por una reverencia. Elicerio vuelve a recostarse al marco de la puerta del bohío. A ocupar su pose sempiterna. Otro objeto sin vida. Hoy no tiene que arreglar los caminos. La niña me mira. Sigue mirándome, como si yo fuera una estrella de paso o un actor sin carisma. Tiene los ojos pardos. Y profundos. Y todavía no dice ni palabra.
5km
El cansancio irrumpe. Voy, según lo indicado, por la mitad del recorrido. Aún tengo agua, y tengo ánimo. Ahora no me puedo dejar caer. Cuando domine el cansancio y saque el extra tendré la pelea ganada. Uno debe revertir el cansancio. Convertir toda esa fuerza dormida, ese monstruo soñoliento en energía ávida, en empeño, nunca en derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado, decía Hemingway, y pienso en la frase y sumo músculos para mis adentros. Hasta los riñones están en función de la subida. Siento un frío ligero, señal de que cabalgo. Sigo solo y no tengo a nadie que me impulse.
El lamento de los insectos, el gorjear de algunas aves, el crujir de las ramas, el susurro de las hojas. Todo está confabulado. Una intriga de la naturaleza. Pero este caos, este aislamiento, tiene o debe tener sus frutos. Cierto orden debe variar, algunas cosas no deben mantenerse iguales. Aunque no lo sepamos. No sé, tal vez dos niños africanos se salven de la desnutrición por cada uno de nosotros que llegue a la cima. O quizás los humildes y ancianos libreros del Vedado labren una fortuna. O un funcionario de Wall Street no sea despedido. O gane Afganistán el Mundial de Fútbol. O una familia latinoamericana encuentre su cadáver, el cadáver de uno de los miles de desaparecidos en las décadas de dictaduras militares.
Y esto, si no es real, merecería serlo. Igual al cementerio que encontré a unos kilómetros de aquí, antes de la subida, en el llano, a poca distancia del mar. Un camposanto extraviado. Yo juro que existe. Parecen tumbas de protestantes. Sobrias. Rectas. En el más perfecto orden. Serán veinte, a lo sumo treinta. No más. Un rectángulo pequeño, encima una cruz blanca y ningún dato. Ningún homenaje ni tipo de culto. Eso es raro en un país como Cuba.
Quiénes serán esos hombres, todavía me pregunto. Posiblemente sean los únicos vivos de la zona. Espectadores silentes de una trama terrible.
6km
Tengo hambre. Miro hacia afuera y siento en la piel una enorme cantidad de luz. Doblo las piernas. Se han ido hinchando como bolsas de agua, como si me estuvieran soplando aire caliente por los talones.
Diminuto, en una esquina, entre las hojas, hay un cartel barnizado, con letras talladas en cursiva. Un buen pretexto para detenerse. Me agacho y lo leo. No distingo bien. Me acerco aún más. Pego la vista. Igual a un anciano con su periódico. Ya estoy acostado. Estoy echado sobre la yerba fresca, rociada por el aliento de las nubes. Una vitalidad me recorre los poros. Una suerte de dimensión blanda, acolchonada, seductora.
El cartel habla de los helechos. (En algún lado deben estar, pero no los distingo. Solo percibo la tibieza del suelo.) Dice que los helechos son contemporáneos a los dinosaurios (en verdad no dice contemporáneos, sino algo semejante, algo que suena a más antiguo). Y sugiere que nosotros, simples mortales, debiéramos preguntarnos la causa, la razón de por qué los dinosaurios se extinguieron y los helechos no. Yo me lo pregunto, me lo voy preguntando lentamente, y voy retrocediendo, buscando la respuesta, y la respuesta no aparece, y voy echando hacia atrás las manecillas, y digo más tarde reanudaré la marcha, siempre se llega, otro final es imposible, y voy tocando la flora y la fauna del Cretáceo, y coloco mi codo sobre una mesa invisible, a pulsear con el agotamiento, a pulsear con la fatiga, sin desesperos, sin alardes, tal y como siempre debiera ser.
Pedro Molina
Tiene cara de reptil. Una cara dura, de expresión contenida. De acecho. Y para colmo no para de sacar su lengua amarilla de tanto chupar tabacos. Va encima de un mulo viejo. Pedro, el mulo y los sacos que lleva detrás parecen una misma especie. Una especie del tiempo de los dinosaurios y los helechos. Un hombre inextinguible, que muda de oficio si hay que mudar y no le tiene demasiado amor a nada. O sí le tiene, pero no lo traduce, que es lo más sensato, porque a estas lomas y a estas piedras uno no puede demostrarle amor. No puedes aferrarte a nada, porque si no te trituran. Si crees que te van a tender una mano estás perdido. Eres tú solo. Tú y la calma, nunca desesperarse por el tedio. La paciencia se neutraliza con paciencia.
Todos los días de su vida ha hecho lo mismo. Ha encarnado, digamos, una rutina. Sembrar, recoger y vender café. Sierra Maestra arriba y Sierra Maestra abajo. Pero hace dos meses cayó una plaga. Por eso tuvo que mudar. No mudar de lugar sino de labor. Una mudanza leve, igual a la de los años cuando son bisiestos.
-Ahora tengo finca -dice- de mi propiedad, y hago queso con la leche y se la vendo al estado. Son como diez reses, pero en unos meses deben aumentar.
Pedro Molina hace una mueca con su boca desdentada y por enésima vez saca la lengua. Que no es amarilla. Tiene un color ambiguo, de pergamino egipcio.
Pedro Molina no sabe su edad. Como tampoco sabe por qué es persona, y no arrecife o carbón. Uno nunca debe preocuparse por ese tipo de cosas, que son inevitables, y que no merecen el más mínimo crédito.
Pedro Molina dice tener cincuenta y pico de años. No sé, tal vez unos 58, afirma. Quién sabe. Y se encoge aún más. Y se va metiendo dentro de la mula, como un insecto en el pelaje del animal. Se escabulle de la pregunta, tímido, y enseña por última vez su pasaporte teñido. El decreto de la burla.
Pedro Molina es una efigie. Un día cada cuatro años.
7km
Cuando despierto, el helecho todavía está ahí.
El Mar Caribe
Son varios mares.
Está el de los corsarios y piratas: el de historias de filibusteros y tesoros enterrados y naufragios y cruentos combates en altamar entre barcos legendarios y flotas de la Corona.
Está el de las tormentas: el océano endemoniado y turbio, nido de huracanes devastadores y refugio de islas diminutas.
Está el de los documentales: el de la fosa de Battle con sus más de 5 400 metros de profundidad. El del Triángulo de las Bermudas y los aviones y los barcos desaparecidos, tragados por el fondo oscuro de las cálidas aguas antillanas.
Y está este: lunar azul. Punto recortado en la distancia. Mancha en el aire. Sombra desprendida. Extensión del cielo. Espejismo. Lejanía.
8km
La vegetación ha variado. El clima dio un giro de 180 grados. Las hojas están cubiertas de gotas densas y gruesas. Hace frío, una bruma blanca. Son las nubes. Que han perdido la forma. Ahora son corrientes rápidas, finas esquirlas, abundantes partículas grises. El camino es estrecho, envuelto en penumbras. Simula un pasaje gótico. Una definición.
Hace diez minutos dejé atrás el Pico Cuba. No es nada extraordinario. Una casa de tablones verdes a 1872 metros sobre el nivel del mar y un portal sucio, sin personas.
Aquí, dos tramos después, me falta el aire. El silencio inunda cada espacio. El pecho se expande. El sudor tupe los poros. Y cada exhalación pesa. Cada jadeo retumba como un eco. Las cosas, distorsionadas, adquieren filo, pinchan en los ojos, invaden los sentidos. Hablo en voz baja y no me escucho bien, la voz llega a los oídos como si hubiera una pared de por medio. O quizás una cortina, o un alfiler, algo liviano, pero algo que indudablemente entorpece el trayecto.
Falta poco. La ruta no progresa. Por más que uno camine no adelanta nada. Los objetos resisten, fijos en su esencia, anestesiados al límite del sendero. Abajo, a un simple desvío, está el abismo, lo cual es una manera hermosa de decir que ahí, a pocos pasos, está la muerte, un vértigo mortal, una agradable sensación de abandono.
El oxígeno escasea. A esta altura un cubano piensa pocas cosas. Piensa en el pecho o en los pechos que se abren, en los pulmones que crujen, en las rodillas colapsadas, y en que ya falta menos, una cuantas curvas, varias escaleras, giros estrechos. Uno quiere pensar en toda la gente que ha llegado, en los que han desistido a la mitad, en los que ni siquiera lo intentaron. Y termino preguntándome para qué. Cuál es el objetivo. A qué se debe este esfuerzo, si no estoy preparado.
Y entonces subo con los libros que he leído y con los que pienso leer, con las facilidades de la vida, con la placidez; subo con la felicidad, con lo cómodo, con todos los trabajos que no he pasado, con el plato de comida de cada noche, y me digo: carajo, voy de primero en mis talones y no alcanza. Y me digo: algo está sucediendo. Y me digo: por más que uno le ponga, nunca alcanza.
El guía
En nueve años de trabajo, Edinio Martín ha subido unas 850 veces. Cada ascenso son diez kilómetros y un poco más. Lo cual suma alrededor de 8500 kilómetros. Alrededor de siete veces el largo del territorio nacional.
-En ocasiones subo cuatro días por semana -dice Edinio.
Algo increíble, pues su recorrido en verdad son uno y medio, o dos recorridos. Marca la punta y regresa a buscar al último. Alienta, palmea en el hombro, habla despacio.
-He tenido que echarme a algunos a la espalda -confiesa-, porque solos aquí arriba no se pueden quedar.
Pasado mañana a Edinio le corresponde otra subida. Otra raya para el tigre. Otro paso infernal, pero que ya domina. Solo necesita agua, y gente buena, con ánimo, que no se esté quejando demasiado.
La cima
Un largo túnel de ramas tupidas, una tonelada de cansancio sobre la existencia, unas ganas espantosas de echarse a llorar y de repente se filtra la luz. Dios aprieta, pero no ahoga. El último kilómetro ha quedado en el olvido. Todo lo que la marcha rebase, desaparece al momento. La subida es perpendicular, al menos así se siente en los muslos y en el cerebro.
La luz es amarilla. Luego blanca. Y ahí, de cerca, la luz es un cielo plomizo. O una antesala del cielo. Concierto de nubes. Silbido tenue y bíblico.

En 1953, Celia Sánchez, acompañada de su padre, colocó en la 

cima el busto de José Martí, obra de la escultora Jilma Madera. 

Foto: Josué Labaut


Este es el punto más alto de Cuba. 1974 metros sobre el nivel del mar. Ahora no se puede andar creyendo en cifras. El Pico Turquino -sospecho- es tanto como el Aconcagua, como el Everest. Es el punto más alto de un país. Y eso es bastante.
Me siento en unos troncos rojos y me froto los pies. Acaricio el espectro de una nube. No hay nada extraordinario en el paisaje. Solo la sensación de saber que en este momento uno está en lo más alto de La Isla. No hay nadie por encima. Y esto no es que sea trascendente. No hay mucho mérito en ello. Apenas algo de orgullo, cierta y elemental dosis de ego que uno debe reservarse para el regreso.
Ya es casi la una de la tarde. El resto del grupo me dice que baje. Edinio, con voz terrosa y lánguida dice arriba, hay que ir iniciando el descenso. Y así, con demacrado júbilo, me van restregando que no queda tiempo, y que eso es lo que pasa cuando uno -aunque imagine otros finales- llega de último a los lugares. Ni minutos para descansar.
Y voy a paso lento, entre las nubes gélidas, hasta el busto de Martí, a dedicarnos juntos este cansancio, el desecho humano que ha llegado a la cima. Por última vez me aclaran que aquí oscurece más temprano. Y alguien, a la distancia, menciona la noche. Lo dice así, como si no fuera nada importante, sin calcular el peso de las palabras: LA NOCHE. Que es como decir el Mar Caribe, la Sierra Maestra, el Pico Turquino o los Versos Libres.
Porque las cosas eternas saben cómo tratarse. Se respetan. Se juegan la suerte en el destino de los otros… cuando conversan con irónico desenfado y paciencia de fósil, como las viejas señoras de la aristocracia que en las tardes de domingo bebían su café. Y esto -naturalmente- ya dura siglos. Dura lo que un helecho.

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