domingo, 3 de abril de 2011

Otra cicatriz para París


París es una deuda conmigo mismo
Por Julio Batista
París es una de esas deudas que tengo que saldar conmigo mismo. Otro de los sitios que tengo que visitar antes de despedirme de este planeta. Una ciudad siempre hospitalaria (según cuentan) que acogió a Carpentier y al cubano que ayudó a diseñar y construir el icono de la Ciudad Luz y de toda Francia: la Torre Eiffel.

Allí se tiene la vista total de París a 300 metros de altura. Quien asegure no haber soñado con ello, simplemente miente, no lo dude. Y es que la capital francesa ejerce una fascinación sobrenatural. Quizás por todas las historias que han nacido en ella. Quizás porque secretamente nos hubiese gustado ser parte de esas historias. 
Hace solo unos días conocimos la noticia de que el Ayuntamiento parisino permitirá la construcción de una mole gigantesca en las mismas puertas de la ciudad. Una pirámide acristalada de 180 metros de altura. Un toque de modernidad -- interesante paradoja de cinco milenios-- que sin dudas atraerá irremediablemente la atención de quienes contemplen París a 300 metros del suelo.
Sin embargo, esto contradice la antigua legislación que desde 1977 restringía la altura de las nuevas edificaciones a solo 37 metros. Medida tomada para preservar la hermosa vista panorámica de la ciudad y la supremacía del esqueleto de acero que ayudó a construir un cubano.
"Una cicatriz en el rostro de París"
Cinco mil empleos y 88 mil metros cuadrados de oficinas será el saldo que dejará la construcción del faraónico complejo estructural que debe culminarse entre 2015 y 2016 (eso, claro está, si esta vez no interviene algún cubano). Un precio que se antoja lo suficientemente bueno para algunos como para permitir esta ruptura arquitectónica, otra "cicatriz en el rostro de París" al decir del novelista Dan Brown cuando se refería a la moderna entrada del Museo del Louvre, la cual, ¿coincidencia acaso?, es también una pirámide de cristal. Todo parece indicar que el gusto por a arquitectura egipcia vino junto a la Piedra Rosseta en el siglo XIX.
Lo que realmente preocupa a algunos es que este sea el principio del fin del París que conocen. Que el actual oasis, virgen aún de geométricas construcciones modernas, pierda el aspecto plano que lo distingue del resto de las grandes urbes, vulgarizadas en su mayoría por inmensas agujas de hormigón.
Conste que no estoy en contra de las construcciones modernas. Menos aún de los miles de parisinos que se beneficiaran con los empleos que ofrecerá Torre Triangle (así se llamará el conjunto cuando esté culminada). Pero sí creo que hay cosas en la vida merecedoras un total respeto, de una pausa en el incontenible avance de la vida. Es cierto que esta edificación no estará en el centro de la ciudad, pero ya está allí. Y ya es un precedente.
París trasciende Francia. Es del mundo.
No creo que nadie sea capaz de imaginarse París sin poder ver la Torre desde cualquier azotea, sin poder distinguir el tejado de un amigo o Notre Dame de París mientras disfruta un café en el mirador de la centenaria dama. No. Eso representaría la muerte de un París que no ha necesitado tamaña ostentación en toda su existencia, una ciudad que no ha dejado de ser ella misma ni siquiera cuando fue ocupada por las tropas fascistas en 1941.
París trasciende Francia. Es del mundo, de cada uno de quienes la sueñan a su manera. Bohemia, musical, atrapada en el tiempo, un sitio en el cual todo puede suceder. Un lugar a donde se va a firmar tratados de paz efímeros y se juran amores eternos en el más profundo silencio. París es una deuda que tengo que saldar conmigo mismo, un sitio que visitaré antes de despedirme de este planeta  y que acogió a Carpentier y a un cubano que ayudó a levantar, en pleno siglo XIX, uno de los símbolos de nuestra civilización.

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