viernes, 19 de agosto de 2011

¡Hala Madrid!


Por Julio Batista

Dejemos un par de cosas bien claras. Primero, soy madridista, de los de verdad, de esos que sin nacer en España, o haber pisado el Santiago Bernabéu, sufre cada derrota con la resignación de saberse impotente ante una realidad que te arroya. Segundo, esto tampoco es una lamentación.
En eso es posible coincidir. Pero, como las cosas posibles casi nunca son lo que debieran ser, yo prefiero parafrasearlo, y de paso, hacerlo real para mi. Antes -eso sí lo recuerdo-, cuando fronteras, países, selecciones y fútbol todavía no cobraban un gran significado, yo no tenía equipos ni deportes fijos. Antes, para apegarme a la realidad, yo solo le iba al Madrid.
Es complicado entender cómo un niño de escasos cinco o seis años, que vivía en un pueblito, una aldea olvidada por la mano de Dios, pueda terminar siendo un fanático empedernido de un club europeo.
Y siempre habrá quien diga que la tradición, la cultura, la familia… Nada de eso. En mi casa la policromía es espeluznante. Mis padres son industrialistas, solo eso. Mi abuela fue fanática de Víctor Mesa mientras jugó, y por el otro lado, mis abuelos siguieron fieles al difunto Habana hasta el juego 90 de la pasada serie nacional.
Por lo tanto, fuera de la pelota, el deporte para mi familia es mero entretenimiento y no levanta pasiones, excepto cuando juega Cuba, claro. Porque cuando juega Cuba, así sea a las chapitas, tiene que ganar. No importa si es al fútbol contra Brasil, o al basket contra los Estados Unidos, o a la pesca sobre hilo con los esquimales… en mi casa no se acepta otra cosa que la victoria. Y esto, créanme, es un mal extendido entre muchos cubanos. Somos chovinistas, es así de simple, y no se puede negar.
Pero volviendo a mi caso, si me piden que explique por qué el Real Madrid es mi equipo, tendré que inventar bastante. Puedo argüir que el hecho de toparme con los Galácticos cuando empecé a entender algo de fútbol fue demasiado impresionante para un enano de seis años. Puedo decir que la generación “merengue” de los años 90, fue mi equipo soñado (aún lo sigue siendo). Puedo, incluso, decir que la mezcla de jugadores de todas partes del mundo me parecía razonable, como siempre nos habían hablado de internacionalismo… eso hasta que me enteré de los millones que costaba cada uno de ellos; los adultos tienen que ponerle precio a todo, Antoine también tenía razón en eso.
Pero lo anterior es casi irrelevante, porque cuando se tiene por medio un océano completo, más seis horas de diferencia, los deportes pueden entretener, más no apasionar.
Lo inteligente hubiese sido ser industrialista, como los viejos, fajarme con quien le fuera a Santiago y restregarle todas las Series que guardan los Azules en las vitrinas. Lo inteligente hubiese sido que yo, cubanito del campo, aprendiera a jugar pelota o a correr, o a trepar en las matas, o ponerme los guantes de boxeo. A fin de cuentas, esos son nuestros deportes… Pero en lugar de correr, batear o boxear, preferí dedicar mis sábados a ver el fútbol, siempre como espectador, conste.
Con el tiempo aprendí a controlarme en el asiento, a no gritar demasiado porque de todas maneras en España no podían oírme. Aprendí a leer los gestos de Casillas desde la portería, a celebrar los golazos de Raúl, las genialidades de Zidane y las espectacularidades de un elenco de ensueño. Aprendí a amar en silencio, a adorar a un equipo lejano. Y como herencia me quedó una de esas pasiones, que por imposibles, terminan por ser vitales.
Con el Barça no me pasa nada. Al menos a mí, que no he perdido nada porque no he apostado. Aunque pensándolo mejor, a los clásicos si les he apostado, con todo. Les he apostado mis sueños. Por suerte son apuestas que pocos hacen, pues son de las que nadie puede cobrar.
Con el Barça me sucede lo mismo que con el resto de los grandes equipos del mundo, da gusto verlos jugar, pero son incapaces de moverme las vísceras, quizás porque el resultado está cantado antes de pitar el inicio.
Los "blancos" no intentan ser quienes no son...
El Madrid es todo expectación y no puedes dar nada por seguro hasta que el árbitro alce las dos manos tras hora y media de juego. El Madrid desborda sentimientos, incluso en sus peores días, cuando no saben qué hacer sobre el césped con la pelota, cuando no se encuentran dentro del campo o sufren la peor goleada de sus vidas, aún en ese momento se les ama. Los sentimientos son así: no se explican, son para sentir y tratar de razonarlos los puede matar, y ese es un riesgo que prefiero no correr.
Los "blancos" no esconden sus intenciones, no intentan ser quienes no son. Salen a ganar, y lo consiguen o no. Es así de simple para ellos. Sienten odio, impotencia, ira… y lo exteriorizan -a veces demasiado- como personas que son, no esconden sus sentimientos tras una sonrisa cordial y ficticia; quizás por eso los siento más humanos, más creíbles.
Por eso soy madridista, porque la vida y el fútbol deben haber sido hechos en el mismo lugar: simples, sin tantas vueltas ni razonamientos. Quizás porque en las dos cosas pensar demasiado debería estar vedado, para evitar complicaciones. Quizás porque en algún sitio, de eso si estoy seguro, la existencia transcurre en un campo de 90 metros de largo por 40 de ancho con dos porterías. Espacio suficiente para soñar, amar, vivir al límite y llorar. Al fin y al cabo, a eso se resume la vida, ¿no?
Perder la copa dolió, siempre duele perder.
Perder contra el Barcelona la Supercopa de España duele. Quien diga otra cosa miente. Como duele el perder contra cualquiera, más aún porque a ratos pareció que en el Camp Nou se podía soñar esa noche.
Pero Messi se encargó de despertarnos en el minuto 88, apareciendo entre la línea final del Madrid como un fantasma, en el instante justo para destrozar la esperanza y estremecer hasta los cimientos un estadio repleto. Con un toque, para demoler a un rival que planeaba su estrategia de tiempo extra.
El resto es historia. En el fútbol se gana o se pierde, como en la vida, como en todas las cosas. No hay vuelta de hoja ni posibles quejas. El empate es la aberración que inventaron quienes se conforman con la mediocridad.
Ayer ganó el Barça, que no es lo mismo que decir: perdió el Madrid. Aunque a efectos el resultado se mantenga igual. Ayer Lio puso su magia y eso bastó. Ayer es historia. Ahora solo hacen falta otros 90 minutos para seguir viviendo, para seguir soñando. Para que con un océano por medio y seis horas de diferencia, el equipo de una capital europea, que no es mía, me haga gritar como un tonto ante su televisor, aunque en España nadie me oiga.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tus opiniones cuentan...dímelas