jueves, 27 de enero de 2011

"Tócalo de nuevo, Sam"


Por Luis Alejandro Yero
Tomado de DestinoCuba
Ya entiendo la maldita manía de Hollywood por los finales felices. Quizás sea la misma razón por la que una de las salas del único multicine en esta ciudad, se abarrotara con tanto gentío para escuchar la antológica frase “play it again, Sam”. El lugar apenas da espacio para cien personas, nada extraordinario, comparado con el Yara y miles de cinéfilos allí reunidos, estremeciéndose con una película de Chaplin. Esto último, es pura fantasía, o por lo menos, nunca ha ocurrido en mis 21 años de lucidez. Pero sí puedo atestiguar que Casablanca llenó hace unos días toda una sala lo suficientemente pequeña para no establecer récords, pero lo suficientemente grande para asombrarse con verla repleta por una película tantas y tantas veces proyectada en las pantallas del mundo.

Carpentier diría que es lo real maravilloso, pero en este país, atiborrado de  amantes a los finales felices, los tríos amorosos y las pasiones tormentosas, la extraordinaria coincidencia termina por ser no más que eso, casualidad común, que sólo asombra a sentimentales y personas poco acostumbradas a los desvaríos de la suerte.
En la sala, asientos demasiado rojos para ser de un cine tercermundista, acomodadoras demasiado limpias para existir en medio de lo más sucio de las barriadas de Centro Habana, aire acondicionado demasiado generoso para estar  conectado a un sistema eléctrico siempre al borde de la crisis. Y sobre todo, el silencio, excesiva quietud entre los sonidos de una ciudad descaradamente ruidosa durante los días, y excitantemente callada en las noches. Pero todo ello formaba parte del encanto. Para llorar con Casablanca hace falta sentirse en 1950.
Las luces poco a poco van muriendo, el inmenso rectángulo blanco toma vida, y se transforma de mera figura geométrica, mustios metros cuadrados, en iris a lo infinito, pestaña que nunca parpadea, quizás, sólo cuando llegan las disolvencias y demás trucajes del lenguaje cinematográfico. Ya desde los créditos, uno siente que está frente a algo inmenso. Las personas siguen llegando, y no tienen más remedio que sentarse en el piso al no hallar asientos libres donde acomodarse. Quién iba a imaginar tal cantidad de tontos para ver una vieja película romántica.
Calle colmada por mercaderes, ropas exóticas, y cierto contrabandeo tan cercano a uno, pero ahora lejano, debido a  los exabruptos de la épica. Segunda Guerra Mundial. Marruecos dirigido por un oportunista que grita “Heil Hitler”, pero a la vez, canta a escondidas la Marsellesa. París pisoteada por el fascismo, y su torre Eiffel a punto de fundirse para convertirla en tanques de guerra. En Casablanca, indecente capital del país africano, conviven los refugiados de media Europa. Desde allí, el puente a Portugal, y después, el escape al por entonces respetadísimo american dream al otro lado del océano.
Casablanca no es más que un lugar de paso para los fugitivos que huyen de la destrucción allende al Mediterráneo. Muchos quedan condenados al sopor de la espera debido a la burocracia, la corrupción o la falta de dinero  A veces, la ciudad marroquí recuerda a  La Habana.
Un bar crepuscular anima las noches citadinas, en un intento por emular en medio de la suciedad a las lujosas juergas de Montecarlo. En su interior, toda una selecta fauna: ex millonarios que venden sus últimas joyas para sobrellevar el bochorno de la escasez, estafadores de ingenuos turistas, rusos amelcochados e italianos bonachones, funcionarios enriquecidos por la venta de sus licencias, cabecillas del mercado negro, árabes tomando whisky, judíos asustados por el horror nazi. Un negro toca el piano, y sólo puedo preguntarme: cuánto falta para que Ingrid Bergman le pida la canción más intensa en la historia de Hollywood.
Después de Casablanca, los norteamericanos se quedaron sin nada para decir a los ilusos como yo. Luego de tal historia, sólo vinieron dramuchos e imitaciones ridículas. Sí, porque las peliculazas que llegarían después, ya no hablarían de amor como hacen los clásicos. Lo posterior es otra historia. Pero ahora, un juego de ajedrez ocupa la pantalla, y una mano juega a mover las piezas. Detrás de mí, un anciano anuncia el rostro que demora en aparecer: “Ése sí es un salvaje, grande, grande, grande, ¡qué clase actorazo ese Bogart!”. Tan inmenso, que al aparecer sus arrugas, y esa curvatura en los labios, descubro que la tristeza tiene cara, y ése es Humphrey.
Pero qué le pasa a este hombre que no sonríe en casi toda la película, con ese cinismo tan ácido y exquisito, ese irritante egoísmo y una inexpresividad que lo dice todo. Por qué tanto dolor. Hasta este momento nada advierte de traumas pasados, ni despedidas punzantes. Ah, Bogart, no me engañas, tu personaje de Rick sufre, pero desconozco la causa. Podría virarme y preguntarle al anciano que te ha visto docenas de veces, pero no, prefiero que tú me lo cuentes todo.
Ingrid Bergman nunca dejará de estremecernos en Casablanca
La policía arresta a un sospechoso de asesinar a par de alemanes, disparos, gritos, carreras, silencio, que siga la fiesta dice Rick, la banda suena, el piano, donde en unos minutos tocarán la canción que aún conmueve a media humanidad, retoma sus acordes, y todos cantan, y ríen, y comen, y contrabandean, y venden sus joyas, y… quién es ella, de dónde salió mujer con rostro tan intenso, con un blanco demasiado vivo que destaca sobre el resto de las luces y sombras del fotograma. En toda la película, no hay un blanco más sublime que el rostro de esta mujer, Ingrid Bergman, o Ilsa, o diosa, o como quieran llamarla. Qué ojazos, cómo pueden transmitir tantos matices de la nostalgia y la sutileza.  Nuevamente, el anciano tras mis espaldas anuncia la llegada de algo grande como puntual telonero. “Ahora llega, ésa sí es una mujerona, ¡bella, bella, bella!”.
Sam, el pianista, cambia el rostro como si hubiera visto un ángel. Sin embargo, la causa del asombro no es el deslumbramiento. Hay algo, más, pero por qué se miran como viejos conocidos. Dígame señor, usted que ha visto la película docenas de veces. De nuevo, siento esa sensación de algo colosal que se acerca. Un calambre comienza a recorrerme el cuerpo, una electricidad magnetiza todos mis poros, pero, qué te pasa, tú, amante de Wong Kar Wai, de las fantasías sexuales-cinematográficas de Almodóvar, del humor a lo Woody Allen, del manga japonés, y la ciencia ficción de Ridley Scot, y las historias de Zhang Yimou con su espíritu de tragedias griegas, y los personajes que al final mueren derrotados por su incapacidad de sobreponerse a un mundo demasiado miserable, y las tramas donde no se sabe cuál es el presente, cuál fue el pasado y cuál será el futuro. Cómo puedes emocionarte con una película tan clásica, tan rutinaria, tan condenadamente hollywoodense. “Eso sí es un clásico, eso sí es un clásico, troncazo de película, olvídate de eso”. Sí abuelo, demasiado.
Y la primera catarsis llega con una frase, con una mirada. Bergman detiene los ojos en un punto indefinido, pero tan real, que parece mirar a esta sala llena de tontos silenciosos. Dilo Ilsa, qué quieres que haga Sam ahora, ¡dilo! Pero prefieres callar, porque te cansaste de repetirte una y otra vez en la pantalla, te aburriste de todas las películas sosas que vendrían después copiándote a ti, a Rick, a su amor durante los tiempos de  paz en Francia, y ahora, aquí, en Casablanca, en medio de la guerra, llegas acompañada por tu marido, y qué harás con este trío amoroso. Te aburriste de la gente que siempre quiere ver un amor imposible en pantalla, para al final descubrir, que el suyo, también lo es. Te aburriste de las lágrimas derramadas por millones de humanos durante más de medio siglo, de estas lágrimas que ahora corren por mi rostro.
Mis amigos ríen, incluso, uno de ellos, tan excesivamente homosexual, se burla de mis sensiblerías, cuando lo normal sea que él lloriquee y yo ridiculice sus mariconadas. El abuelo tras mis espaldas, esta vez evita cualquier exclamación. Hablar ahora, sería cometer una destemplanza.  En la sala, sólo se oye la espera por la frase de Ilma, todo Centro Habana detiene sus ruidos para escucharla. Debería darte vergüenza, cuándo se ha visto a un hombre llorar con las películas. Si mis amigos supieran todo lo que el cine me ha hecho llorar.
“Play it again, Sam”.
Demasiada inmensidad. Seguir escribiendo sería una descortesía.

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