viernes, 4 de febrero de 2011

Mi pueblo huele a olvido

Por Julio Batista
Mi pueblo huele a olvido. No a un simple rastro de olvido en el aire, no. Es un penetrante olor de esos que asfixia cuando se entra en contacto con él. Algo parecido a lo que debieron sentir los soldados aliados durante la Primera Guerra Mundial, cuando el 22 de abril de 1915 el ejército alemán descargó sobre ellos 160 toneladas de cloro gaseoso.
Y digo similar porque en el caso de mi aldea el aire no es venenoso. Por el contrario, es limpio. Pero, por alguna razón que nunca he logrado descubrir, pareciera que nunca cambia, que nunca ha cambiado o cambiará. Semeja al aire embotellado en una burbuja de cristal inmensa que cubre a todo un pueblo y su gente. Una burbuja que aprisiona al tiempo, y prácticamente no lo deja escapar, a un sitio donde el devenir y la dialéctica marxista nunca han podido imponer su lógica.
Allí las palabras cambio, evolución, avance... toman un significado diferente. Claro, eso es si se usan, usualmente en actos y reuniones. Quizás por eso cuando dices que ahora vives en La Habana, o en otro sitio cualquiera, la respuesta es invariable: "lo mejor que has hecho..."
Y lo más probable es que les des la razón cuando miras los mismos baches que conoces desde niño, intactos, desafiando el tiempo y los neumáticos de los camiones que se atreven a cruzarlos; las paredes del cine que aún guardan el nombre que rayaste en la secundaria y fechas de casi una década atrás.

Los coches tirados por caballos en los que se transportan muchas personas en mi pueblo retan diariamente la hegemonía de los motores de combustión interna que irrumpieron desde el siglo pasado cambiando la vida de la humanidad y revolucionando el transporte. Pero ninguna máquina tiene nombre, solo un número de serie, un código de fabricación para poder separarlo de otro millón de equipos idénticos; a ninguno de ellos les gritarán "¡¡Cerveeeeezaa!! Arreee" cuando las tuercas les fallen al mover su vehículo. Tampoco los niños les llamarán por su nombre, porque una combinación de números y signos suena bastante raro al oído, incluso en un pueblo que huele a olvido como este.
Otras cosas de mi pueblo retan al tiempo, pero lo realmente maravilloso es su gente. No importa cuanto demores en regresar, no importa si nunca lo haces; las puertas de tus amigos permanecen abiertas para ti, esperando que vuelvas a empujarlas, como si llegaras a tu propio hogar, porque de hecho cada una de sus casas lo es. Tampoco hace falta una fecha especial para que alguien te regale una sonrisa, un saludo cariñoso. Para sentarte donde te plazca a intentar cambiar el mundo o dirigir el equipo Cuba desde allí mismo cuando nunca pudiste acertar con un bate en la mano aunque te lanzaran un melón.
Por eso ignoro las muchas dificultades e incomodidades del viaje, la demora del camión (cuando hay) y el bamboleo del camino, porque cuando pongo el pie allí, me siento inmune, calmado, alejado del mundo y su vorágine. Debe ser el efecto de la burbuja.
Para quienes hemos nacido allí, es sencillo saber cuando hemos llegado, incluso sin tener que mirar por la ventanilla, solo necesitamos respirar. Y que nadie piense que lograr eso es simple, por el contrario. Pero después de 20 años (¡Y después dicen que no es nada!) el olor se impregna en el olfato, aprendes a convivir con él, y hasta lo extrañas si pasa demasiado tiempo sin sentirlo. Se convierte en una adicción que te hace, incluso, escribir para sentirte un poco más cerca, para no olvidarlo que sería como olvidarte.
Melena del Sur no pasa de ser otro pueblo de campo, otro de tantos que pueblan la llanura habanera y tienen un parque en el centro y una iglesia por corazón, a la usanza española, esa que nos legaron nuestros abuelos blancos y que a fuerza de repetirse terminó siendo la correcta… como tantas otras cosas no tan acertadas.
Pero lo interesante es que, a diferencia de sus vecinos, Melena no da muestras de avance. Es como si el tiempo hubiese decidido estacionarse cómodamente en uno de los bancos del parque, a conversar con los viejos bajo la sombra de los árboles y las campanas de la iglesia. Como si a la vuelta de cualquier esquina pudieras encontrar a tus abuelos con pantalones cortos y llenos de polvo jugando alegremente, es un salto al pasado. O mejor, es la estancia en un presente-pasado imperturbable, inamovible, que se resiste a morir, a  dejar que mi pueblo salga de la burbuja que lo aprisiona y refresque sus cansados pulmones.

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