domingo, 19 de diciembre de 2010

Tocando mi cielo

"el cielo estaba en mis manos, con 10 años tocaba las estrellas"

Por Julio Batista
He perdido la costumbre de mirar las estrellas. Lo digo con mucho pesar. Uno de mis entretenimientos favoritos de la infancia ha pasado a ser, frente a las urgencias del estudio y la cotidianidad, solo un recuerdo. Uno  muy grato, por cierto.


El gusto surgió pronto, era una excelente forma de engañar al tiempo en los 90, época de apagones, ¿o de alumbrones? En fin, que cuando el calor arreciaba y la falta de electricidad dejaba a mis padres y abuelos sin historias, ellos tuvieron la genial idea de mostrarme las estrellas.
El cielo que contemplas, un libro editado en la difunta URSS y con un autor de apellido impronunciable, resultó el primer acercamiento serio a la mancha oscura que me quitaba horas de juego con los demás muchachos del barrio. Una bendición al decir de mi abuela, sobre todo por la cantidad de churre que evitó quitarle a mi ropa cuando dejé de jugar pelota (o al menos intentarlo)  para sumergirme en experimentos con una linterna y una pelotica de ping pong.
El librito, que aún conservo en el cuarto, ocupó mi pensamiento durante mucho tiempo. La estrella Polar me enseñó a localizar el norte, y Europa dejó de ser solo un continente para convertirse también en una luna. El cielo estaba en mis manos, con menos de 10 años tocaba las estrellas. Contemplar la manta negra que traía a la vida los cocuyos del patio dejó de ser algo alternativo a los apagones, y más de una vez preferí los puntos brillantes a la magia de las imágenes dentro del Krin.
Me imaginaba vestido de blanco, con mi casco, flotando alrededor de mi nave. Un sueño que se antojaba cercano, además, si Arnaldo Tamayo había volado junto a Romanenko... Lástima que después del Muro las aguas demoraran tanto en regresar a su nivel.
Ahora, por alguna razón que no comprendo, esos recuerdos llegan a mi mente. Es de noche y estoy en el vientre polvoriento de un rumiante que me lleva de vuelta a casa. El sueño y el cansancio de las semanas anteriores casi no me deja permanecer en pie, menos aún recordar cómo se llama la única constelación que veo por la ventanilla.
Me bajo en el parque. Aunque no hay ni la más leve brisa siento que el polvo me envuelve, me impregna de un color distintivo, ese con el que estampa su sello por todo este pueblo. Respiro y el polvo se me cuela hasta el alma…”polvo eres y al polvo volverás”… quien lo haya dicho seguramente vivió aquí.
Hace poco una amiga que vive lejos me dijo que a veces tiene unas ganas irracionales de ensuciarse los pies con su tierra, de teñirse la piel con ese tono rojizo que dejan flotando los camiones cuando pasan por las calles. Para mí, la única explicación posible es creer en la sobrenaturalidad de este polvo que se pega al alma con más fuerza que a la ropa.
Así me preparo para una larga espera. Por obra y misericordia divina la guagua no me permite acomodarme. Junto a mi desfilan las casas del pueblo, esas que podría enumerar con los ojos cerrados, las mismas que he visto tantas veces que ya son como los árboles del jardín, sin ellos no podría reconocer mi patio. Después, oscuridad. Me pregunto si algún día la carretera tendrá luces. No hay mucho que ver, los cañaverales a un lado y los 39 cocoteros en fila del otro conforman otro paisaje memorizado hasta la saciedad, mas un viajero ocasional agradecería poder distinguir los cráteres del camino. Yo no lo necesito, en esta carretera tengo más distancia recorrida que un avión con 15 años de uso.
Se abre la puerta, acera y luz familiar. La luz del único foco en la esquina. Uno de los pocos que dejan un rastro de civilización al barrio, eso solo un rastro. Desde el teléfono público hago una llamada. “Llegué sin problemas. El viaje…? Imagínate, no tan malo”. El destartalado ómnibus se aleja. Si apuro un poco el paso lo podría alcanzar antes de que llegara a la esquina. Es como un viejo que se resiste a sentarse en el portal para tomar el sol y todos los días busca el pan, aunque el viaje de dos cuadras le tome toda la mañana.
Entonces alzo la cabeza para estirar los músculos del cuello. El cuello me está matando. El cielo que ahora contemplo me resulta infinitamente conocido, tan conocido como los baches de la calle o las raíces de estos árboles, los mismos árboles que ya comienzan a retoñar para mi eterna felicidad. Me detengo en plena calle, no hay peligro de accidentes en este sitio, y repaso la gran mancha llena de puntos brillantes.
Me doy cuenta que no recuerdo ni la mitad de las cosas que sabía con 10 años, sonrío y me apeno, espero poder guardar lo que me queda. Se me antoja pensar que el cielo de mi batey es especial, que no puede verse igual en ningún lugar del mundo, ni en pleno Vedado a 21 pisos de altura. Quizás por eso he perdido la costumbre de mirar las estrellas, porque las mías tengo que venir a verlas aquí, a mi pueblito, donde las descubrí.

2 comentarios:

  1. hey una pregunta, como se llama el autor de ese libro? también lo leí de pequeña, pero me lo robaron y llevo años buscándolo...

    ResponderEliminar
  2. Gabriela, no recuerdo el nombre del autor justo ahora, pero si te interesa puedo buscarlo... es un compromiso. Gracias por visitar el blog.

    ResponderEliminar

Tus opiniones cuentan...dímelas